Diego José nació en Cádiz, en España, el 30 de marzo de 1743, hijo de José López Caamao y Garcia Pérez de Rendón de Burgos, ambos ilustres. Huérfano de madre a los 9 años; fue admitido al noviciado de los Hermanos Menores Capuchinos de Sevilla, donde emitió la profesión religiosa el 31 de marzo de 1759; después de
siete años en los cuales realizó sus estudios filosóficos y teológicos fue ordenado sacerdote en Carmona, a los 23 años de edad.Impulsado por vocación y por temperamento al apostolado activo, trabajó intensamente con la palabra y los escritos para difundir la fe y excitar el fervor religioso del pueblo español propugnando la cruzada contra los revolucionarios franceses (1793•1795). De ello queda como testimonio su libro: «El soldado católico en guerra de religión», dirigido en forma de carta a su sobrino Antonio, enrolado como voluntario.Propagador eficaz de la devoción a la Santísima Trinidad y a nuestra Señora, la Madre del Divino Pastor, fue elegido consultor y teólogo en varias diócesis, canónigo honorario en muchos cabildos catedralicios, socio de universidades e institutos culturales. Fue capellán militar modelo. La sana educación clásica, su innato buen sentido, la tradición franciscana, lo salvaron del conceptismo gongorista que predominaba en su tiempo; se mantuvo en la línea de la predicación evangélica recomendada por San Francisco, que, siendo la más sencilla, es también la más sobria y la más eficaz.
Surgido también él, como San Antonio de Padua, del retiro voluntario en el silencio humilde,se manifestó luego elocuente, con una elocuencia docta y cálida (se conservan unos 3.000 sermones suyos) que le valió los títulos del San Juan Crisóstomo del siglo XVIII o de Santo Tomás redivivo. Tuvo tanto ascendiente sobre las tropas españolas que pudo impedir una revuelta contra los franceses residentes en Málaga,provocada por la decapitación de Luis XVI.Convencía a sus hombres insertando la piedad religiosa en la vida concreta de ellos, por ejemplo, predicaba a los cadetes de caballería de Ocaña sus deberes de soldados comentando cristianamente el reglamento militar. En los últimos años del siglo, la figura atlética de Diego José, con su palabra vibrante, sostuvo la reacción católica española contra las ideas y las armas de la Revolución francesa. Murió en Ronda (Málaga) el 24 de marzo de 1801, a los 58 años, después de 32 años de intensa vida misionera, dejando numerosos escritos y preciosas cartas espirituales.
Treinta años de activísima vida misionera no caben en unas páginas. No es posible reducir a tan breve síntesis la labor de este apóstol capuchino, que, siempre a pie, recorrió innumerables veces Andalucía entera en todas direcciones; que se dirigió después a Aranjuez y Madrid, sin dejar de misionar a su paso por los pueblos de la Mancha y de Toledo; que emprendió más tarde un largo viaje desde Roma hasta Barcelona, predicando a la ida por Castilla la Nueva y Aragón, y a la vuelta por todo Levante; que salió, aunque ya enfermo, de Sevilla y, atravesando Extremadura y Portugal, llegó hasta Galicia y Asturias, regresando por León y Salamanca.
Pero hay que recordar, además, que en sus misiones hablaba varias horas al día a muchedumbres de cuarenta y aun de sesenta mil almas (y al aire libre, porque nuestras más gigantescas catedrales eran insuficientes para cobijar a tantos millares de personas, que anhelaban oírle como a un «enviado de Dios»); que tuvo por oyentes de su apostólica palabra, avalada siempre por la santidad de su vida, a los príncipes y cortesanos por un lado y a los humildes campesinos por otro, a los intelectuales y universitarios y a las clases más populares, al clero en todas sus categorías y a los ejércitos de mar y tierra, a los ayuntamientos y cabildos eclesiásticos y a los simples comerciantes e industriales y aun a los reclusos de las cárceles; que intervino con su consejo personal y con su palabra escrita, bien por dictámenes más o menos públicos, bien por su casi infinita correspondencia epistolar, en los principales asuntos de su época y en la dirección de muchas conciencias; que escribió tal cantidad de sermones, de obras ascéticas y devocionales, que, reunidas, formarían un buen número de volúmenes; que caminaba siempre a pie, con el cuerpo cubierto por áspero cilicio, pero alimentando su alma con varias horas de oración mental al día; y que, si le seguía un cortejo de milagros y de conversiones ruidosas, también supo de otro cortejo doloroso de ingratitudes, de incomprensiones y aun de persecuciones, hasta morir envuelto en un denigrante proceso inquisitorial.
¿Cómo describir, siquiera someramente, tan inmensa labor? La amplitud portentosa de aquella vida, tan extraordinariamente rica de historia y de fecundidad espiritual, durante los últimos treinta años del siglo XVIII, a lo largo y ancho de la geografía peninsular, se resiste a toda síntesis. Sólo de la Virgen Santísima, a la que especialmente veneraba bajo los títulos de Pastora de las almas y de la paz, predicó más de cinco mil sermones. Y seguramente pasaron de veinte mil los que predicó en su vida de misiones, las cuales duraban diez, quince y aun veinte días en cada ciudad.
La misión concreta de su vida y el porqué de su existencia podría resumirse en esta sola frase: fue el enviado de Dios a la España oficial de fines de aquel siglo y el auténtico misionero del pueblo español en el atardecer de nuestro Imperio.
Nuestros intelectuales de entonces y las clases directoras, con el consentimiento y aun con el apoyo de los gobernantes, abrían las puertas del alma española a la revolución que nos venía de allende el Pirineo, disfrazada de «ilustración», de maneras galantes, de teorías realistas. Todo ello producía, arriba, la «pérdida de Dios» en las inteligencias. Luego vendría la «pérdida de Dios» en las costumbres del pueblo. Aquella invasión de ideas sería precursora de la invasión de armas napoleónicas que vendría después.
No todos vieron a dónde iban a parar aquellas tendencias ni cuáles serían sus funestos resultados. Pero fray Diego los vio con intuición penetrante –y mejor diríamos profética–, ya desde sus primeros años de sacerdocio. Por eso escribía: «¡Qué ansias de ser santo, para con la oración aplacar a Dios y sostener a la Iglesia santa! ¡Qué deseo de salir al público, para, a cara descubierta, hacer frente a los libertinos!... ¡Qué ardor para derramar mi sangre en defensa de lo que hasta ahora hemos creído!»
Dios le había escogido para hacerle el nuevo apóstol de España, y su director espiritual se lo inculcaba repetidas veces: «Fray Diego misionero es un legítimo enviado de Dios a España». Y convencido de ello, el santo capuchino se dirige a las clases rectoras y a las masas populares. Entre la España tradicional que se derrumba y la España revolucionaria que pronto va a nacer, él toma sus posiciones, que son: ponerse al servicio de la fe y de la patria y presentar la batalla a la «ilustración». Había que evitar esa «pérdida de Dios» en las inteligencias y fortalecer la austeridad de costumbres en la masa popular. Y cuando vio rechazada su misión por la España oficial (¡cuánta parte tuvieron en ello Floridablanca, Campomanes y Godoy...!), se dirigió únicamente al auténtico pueblo español, con el fin de prepararle para los días difíciles que se avecinaban.
En su misión de Aranjuez y Madrid (1783) el Beato se dirigió a la corte. Pero los ministros del rey impidieron solapadamente que la corte oyera la llamada de Dios. Intentó también fray Diego traer al buen camino a la vanidosa María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV. Pero, convencido más tarde de que nada podía esperar, sobre todo cuando Godoy llegó a privado insustituible de Palacio, el santo misionero rompió definitivamente con la corte, llegando a escribir, más tarde, con motivo de un viaje de los reyes a Sevilla: «No quiero que los reyes se acuerden de mí».
Para cumplir fielmente su misión, el Beato recibió de Dios carismas extraordinarios, que podríamos recapitular en estos tres epígrafes: comunicaciones místicas que lo sostuvieran en su empresa, don de profecía y multiplicación continua de visibles milagros.
Pero Dios no se lo dio todo hecho. Hay quienes, conociéndole sólo superficialmente, no ven en él más que al misionero del pueblo que predica con celo de apóstol, acentos de profeta y milagros de santo. Pero junto al orador, al santo, al profeta y al apóstol, aparece también a cada momento el hombre. También él siente las acometidas de la tentación carnal; también él se apoca y sufre cuando se le presenta la contradicción; también él experimenta dificultades y desganas para cumplir su misión; y aun sólo «a costa de estudio y de trabajo» –dice él– logra escribir lo que escribe. Y a pesar de todo, nada de «tremendismo» en su predicación, como no fuera en contados momentos, cuando el impulso divino le arrebata a ello. Y así, mientras otros piden a Dios el remedio de los pueblos por medio de un castigo misericordioso, «yo lo pido –escribe– por medio de una misericordia sin castigo». Y no se olvide que vivió en los peores tiempos del rigorismo. ¿Y cómo no iba a ser así, si él fue siempre, como buen franciscano y neto andaluz, santamente humano y alegre, ameno en sus conversaciones y gracioso hasta en los milagros que hacía?
Pero el celo de la gloria de Dios y el bien de las almas le dominaron de suerte que ello solo explica aquel perfecto dominio de sus debilidades humanas, aquella actividad pasmosa, lo mismo predicando que escribiendo, y aquel idear disparates: como el deseo de no morir, para seguir siempre misionando; o el de misionar entre los bienaventurados del cielo o los condenados del infierno; o el de marcharse a Francia, cuando tuvo noticias de los sucesos de París en 1793, para reducir a buen camino a los libertinos y forajidos de la Revolución Francesa.
Dícese de Napoleón que, desterrado ya en Santa Elena, exclamaba recordando sus victorias y su derrota definitiva: «La desgraciada guerra de España es la que me ha derribado». Pero esta guerra no la vencieron nuestros reyes ni nuestros intelectuales; la venció aquel pueblo que había recibido con sumisión y fidelidad las enseñanzas del «enviado de Dios». Este pueblo, fiel a la misión de fray Diego, no traicionó a su fe ni a su patria; los intelectuales y gobernantes, que habían rechazado esa misión, traicionaron a su patria, porque ya habían traicionado a su fe.
Sólo Dios puede medir y valorar –como sólo Él los puede premiar– los frutos que produjo la constante y difícil, fecunda y apostólica actividad misionera del Beato Diego José de Cádiz. Describiendo él su vocación religiosa decía: «Todo mi afán era ser capuchino, para ser misionero y santo». Y lo fue. Realizó a maravilla este triple ideal. Su vida fue un don que Dios concedió a España a fines del XVIII. Por la gracia de Dios y sus propios méritos, fray Diego fue capuchino, misionero y santo.