José Cadalso y Vázquez nació en Cádiz, el 8 de octubre de 1741. La familia, sin embargo, procedía por línea paterna del señorío de Vizcaya. La madre murió a consecuencia del parto, y el padre, ausente por negocios en América, iba a tardar casi trece años en conocer al niño. Tuvo que encargarse de su educación un tío jesuita, el padre Mateo Vázquez. Él fue quien envió al futuro escritor a estudiar a Francia. Vuelto el padre de Indias, desembarcó en España y se dirigió a París a conocer a su hijo. Y ansioso siempre de nuevos ambientes, se fue después a Inglaterra, donde tanto se entusiasmó, que llamó con él a Londres al educando. También viajaría por Italia y Alemania, cuyos idiomas, igual que el latín y el inglés, dominaba. Tras otro año de estancia en París, pasando por Holanda, regresó por fin a España el cosmopolita muchacho, recibiendo una impresión muy negativa de un país que no había apenas conocido en contraste con su experiencia europea; ello marcará fuertemente la índole de sus posteriores Cartas marruecas.
Ingresó entonces por orden de su padre y con dieciséis años en el Seminario de Nobles de Madrid, según cuenta, «con todo el desenfreno de un francés y toda la aspereza de un inglés», ya que su padre quería corregir en él las costumbres y la religión, y prepararle para un empleo de covachuelista, que detestaba; a ese fin fingió sentir inclinación por ser jesuita, sabedor de que su padre detestaba a los de la Compañía, y le sacó de allí; intentó persuadirle entonces de que lo que le gustaba era la carrera militar, lo que tampoco placía a su padre; se valió de estos tormentos para que su padre le devolviera a Europa y, entre los dieciocho y los veinte años vivió de nuevo en París y Londres, hasta que le llegó la noticia de la muerte de su padre en Copenhague (1761).

Tuvo entonces que regresar a España para arreglar el papeleo de su herencia, lo que hizo de forma tan apresurada que años después se encontró sin ningún patrimonio familiar; y se alistó en el regimiento de caballería de Borbón en 1762, participando en la campaña de Portugal, donde tuvo un violento duelo a espada con su antiguo condiscípulo el Marqués de Tabuérniga, con el que se había emborrachado, que terminó tan súbitamente como se había producido. Encontrándose en Madrid en marzo de 1766, sigue con interés el motín de Esquilache, salvando con su intervención la vida del Conde de O’Reilly; «aquel día conocí el verdadero carácter del pueblo», escribió en su Autobiografía. En ese mismo año obtuvo el hábito de Santiago.
Trasladado su regimiento a Madrid, Cadalso se enamora sucesivamente de la hija del consejero Codallos, con la que estuvo a punto de casarse, y de la frívola Marquesa de Escalona y, con la venta a él de un caballo que le gustaba, tiene ocasión de introducirse con el entonces todopoderoso Conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, al que le entrega un manuscrito de una novela, de carácter utópico por lo que indica el título: Observaciones de un oficial holandés en el recién descubierto reino de Feliztá.
Con gran escándalo de la nobleza y de encopetadas damas de la corte, circuló por Madrid un libelo titulado Calendario manual y guía de forasteros en Chipre (1768), parodia de la Guía común de forasteros, donde se hacía una descripción de las costumbres amorosas típicas de la sociedad dieciochesca. El público, confiesa el mismo Cadalso, «me hizo el honor de atribuírmelo, diciendo que era muy chistoso». Como consecuencia de ello, tuvo que salir desterrado de Madrid a Zaragoza. El escritor militar permaneció en Zaragoza hasta 1770. Y fue allí donde empezó a dedicarse más intensamente a la poesía.
Pasados los seis meses del destierro, regresa Cadalso a Madrid, donde permanece entre 1770 y 1772. A esta etapa pertenece uno de los episodios más significativos de la vida del escritor. Se trata de sus amores con una de las más notables actrices de la época, María Ignacia Ibáñez, que han dado lugar a toda una leyenda de marcado sabor romántico. Lo indiscutiblemente cierto es la sinceridad de ese amor y su breve duración, por la muerte inesperada de María Ignacia, de tifus, a los veinticinco años, el 22 de abril de 1771. La leyenda cuenta que Cadalso, desesperado ante tan repentina muerte, intento desenterrar a su amada para darle el último adiós. Inmediatamente escribió Noches lúgubres, obra que describe este suceso. Posteriormente también escribirá poemas en los que la actriz aparece con el nombre de Filis.
Sufrió una tremenda depresión pero sin duda le sirvieron, si no de consuelo, de distracción, sus contactos con los salones y los círculos literarios madrileños, sobre todo con la famosa tertulia de la Fonda de San Sebastián, de la que eran asiduos sus amigos Nicolás Fernández de Moratín y Tomás de Iriarte.
Cadalso dio término a las Cartas marruecas durante su breve estancia en Salamanca (1773–1774). Fue un corto periodo, pero suficiente para que se formara en torno a él un círculo de amistad y de convivencia literaria. Allí, además de su afectuosa relación con fray Diego González, y con Juan Pablo Forner, a quien inclinó definitivamente hacia la literatura, estrechó gran amistad con León de Arroyal y sobre todo con dos jóvenes poetas, el salmantino José Iglesias de la Casa y el extremeño, estudiante en la Universidad de Salamanca, Juan Meléndez Valdés. Sobre ellos ejerció una sugestiva influencia humana y literaria, que ambos proclamaron ostentosamente» (CADALSO [1997: 20]). En 1777 fue ascendido a comandante de escuadrón. Dos años más tarde participó en el asedio de Gibraltar (que duraría hasta 1783) y fue ascendido a coronel en 1781. Sin embargo José Cadalso murió, el 27 de febrero de 1782, tras recibir el impacto en la sien de un casco de metralla o granada. Tenía sólo cuarenta años y apenas hacía un mes que le había sido conferido el grado de coronel. Su tumba se encuentra en la Iglesia Parroquial Santa María La Coronada en la Ciudad de San Roque, donde reside la de Gibraltar.
Sus dos mejores obras son Cartas marruecas y Noches lúgubres. Cartas marruecas (1788-1789) es un libro en el que Cadalso finge una correspondencia entre dos amigos marroquíes, uno se encuentra en España y el otro en Marruecos, y el supuesto viajero, al que el autor le ha dotado de un gran sentido común, cuenta a su amigo lo que ve en España, por supuesto desde el relativismo de la diferencia de culturas. Cadalso aprovecha para dar su visión crítica sobre el carácter español, la política del momento y la historia de España.


«En todos los países del mundo las gentes de cada carrera desprecian a las de las otras».
 
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